Silleria del coro

Las manifestaciones artísticas son reflejo del espíritu de la época, y en el estudio de los detalles representados por los artistas en las diferentes sillerías que nos quedan aun se ve perfectamente reflejada la modalidad del pueblo que las construyó. Se empezaron a fabricar de corte sencillo, para monasterios y abadías, y tal como correspondía a la sencillez de vida, de unos monjes medio religiosos, medio guerreros, pero extendiéndose por Europa la influencia del ostentoso culto bizantino. Triunfa la Cruz sobre la Media Luna y las silla de los coros se convierten en verdaderas obras de arte, para armonizar con retablos, púlpitos, sepulcros y demás detalles que decoran los magníficos edificios góticos y renacentistas.
Las primeras sillas de coro de algún valor artístico pertenecen a la época gótica; Nuremberg es el centro donde trabajan los principales maestros entalladores, y a la cabeza de ellos figura el celebre Alberto Durero. En Inglaterra, Francia e Italia se construyen interesantes sillerías corales, pero Italia y Alemania son las que ejercen mayor influencia en España; artistas flamencos y holandeses vienen a nuestro país, e importando elementos nuevos forman una floreciente escuela de maestros españoles, entre los que destacan los nombres de Nufro Sánchez, Maestro Duardo, Bonafé y otros muchos.
Las más notables de España corresponden al periodo de transición del gótico al Renacimiento, y entre ellas destacan las de León, Astorga, Zamora, Plasencia y Sevilla, verdaderas filigranas de madera, en las que se representan interesantes asuntos, no solamente religiosos, sino verdaderos cuadros de costumbres, escenas alegóricas, satíricas, fantásticas, etc. En algunas comienzan a tratarse asuntos históricos y bíblicos, que son luego los predilectos del arte plateresco. Las primeras sillerías correspondientes al periodo gótico son de ornamentación geométrica y vegetal; después se va dando entrada a la fauna combinada con los elementos vegetales, sobre todo el cardo, vid y trébol y alguna imagen de santo en las coronaciones o entre los sitiales, para llegar al periodo de transición en que labran ya varios tableros con asuntos diversos y en algunas, como en Plasencia, Sevilla y Barcelona, se decoran los respaldos altos con labores de taracea y pintura; en Plasencia imágenes de santos en incrustación; en Sevilla dibujos mudéjares incrustados y en Barcelona, emblemas heráldicos de los caballeros del Toisón que ocuparon los sitiales en consejo de la Orden. Desde finales del siglo XV a principios del XVI, es el periodo histórico en que mayor apogeo alcanzó la construcción de sillerías de coro. El progreso artístico alcanzado en España en tiempo de los Reyes Católicos llega a su apogeo en el siglo XVI, y cada sillería de coro de las que se construyen es un museo de escultura. Los entalladores que habían aprendido en el siglo anterior a tallar sus obras en estilo gótico, ahora tenían que hacerlo en el nuevo estilo plateresco, aunque, eso si, casi todas tienen alguna ornamentación que demuestra lo difícil que es sustraerse del influjo de la educación y de la costumbre.
Los escultores Ordóñez y Biguerny son los primeros que, con Berruguete, entran de lleno en las corrientes neoclásicas, y labran la monumental sillería toledana, sin igual en el mundo, y en la que no se sabe que admirar más, si la excelencia de sus esculturas y tallas o la magnificencia del conjunto, armonizando perfectamente la parte baja, obra del Maestro Rodrigo, terminada en 1495 y en cuyos sitiales se representan los principales episodios de la guerra de Granada, con la parte alta, labrada no solamente en madera, sino con mármoles y bronce, y compuesto de 35 sitiales, los de la Epístola obra de Alonso Berruguete y los del Evangelio de Felipe de Biguerny, terminados en 1543. Son también de gran merito, las sillerías de la catedral de Badajoz, catedral de Murcia, catedral de Burgos y San Marcos de León entre otras.
Poco a poco las sillerías góticas fueron dejando paso a las barrocas, entre las cuales se puede destacar la de la catedral de Córdoba; fue labrada por el escultor sevillano Pedro Duque Cornejo. Duró su construcción desde 1748 hasta 1757 y consta de 63 sillas altas y 42 bajas de madera de caoba. En los medallones de las sillas bajas se representan martirios y pasajes de las vidas de santos cordobeses. Sobre las sillas altas hay dos series de tableros con motivos del Antiguo y Nuevo Testamento.
Diferentes han sido los lugares destinados a las sillerías de coro, según la época de construcción y el destino del templo. En las catedrales y colegiatas se siguió la costumbre francesa de colocarlas en el centro de la nave central; en parroquias y monasterios la costumbre fue en los pies de la iglesia y en los que había dos coros, uno estaba en el presbiterio y el otro al fina de la nave. La planta de las sillerías es casi siempre rectangular, con tres lados, existiendo algunas sin cerrar por el frente y, por lo tanto, solamente tienen dos lados paralelos, y otras, son de planta semicircular o poligonal. Los coros en las catedrales tienen en los extremos un numero de sillas destinadas a los huéspedes o personas seglares invitadas o que tenían derecho a sentarse en el coro. La silla episcopal suele formar un grupo central con las dos destinadas a las primeras dignidades del cabildo, costumbre que data de finales del siglo XV.
Generalmente son dos los ordenes de asientos, el segundo en plano más alto; esto es lo mas usual en las catedrales, pues en las iglesias y monasterios de dos coros suele haber únicamente una serie y, por excepción en la catedral del Pilar de Zaragoza hay tres series de asientos. El orden inferior está destinado en las catedrales a los beneficiados y cantores, y tiene sobre los respaldos pequeños tableros sobre los que descansan los atriles de las sillas altas. El decorado de estas sillas es siempre de menor importancia que en las superiores, cubiertas por lo general de un dosel corrido. Los tableros que forman el asiento son giratorios, de abajo para arriba, dejando espacio para quedar el ocupante en pie, dentro del espacio libre, y apoyándose en los brazales y en una especie de repisa que tiene el tablero giratorio y que recibe el nombre de paciencia o misericordia, pieza sumamente interesante por los motivos que en ella se tallaron en los periodos gótico y plateresco.

El coro: lugar de rezo y canto en la Edad Media

En el compromiso por sobresalir en la alabanza a Dios, las catedrales rivalizaron tanto en el número de oficiantes, en algunos casos llegando a los dos centenares, como en la calidad del canto. Si nos atenemos a las acepciones del termino coro en un diccionario nos podemos encontrar con ésta: parte del templo y lugar separado donde asisten los clérigos, o los religiosos, para cantar las horas canónigas y celebrar los divinos oficios. O con esta otra: multitud de gente que se junta para cantar y regocijarse, alabar y celebrar alguna cosa.
El coro se suele articular en dos niveles de sillerías, expresión de la existencia de rango y de una buena dotación de beneficios. En la parte de las sillerías altas, el asiento del obispo; su cátedra, en el mismo eje del coro se suele distinguir por tener un doselete gótico. A cada lado se repartían las dignidades, entre las cuales se encontraban el prior, los arcedianos y el deán, que se sentaba al lado del obispo y presidía el coro en su ausencia. Las restantes sillas altas correspondían a los canónigos más antiguos, mientras que las sillas bajas se reservaban para el resto de canónigos. Pero el soporte fundamental del coro estuvo a cargo de los capellanes salmistas, obligados a residir día y noche, y dependientes del chantre, la dignidad encargada de la dirección musical del coro, que en tiempos medievales administraba también tanto las casas como las viñas y tierras o cualquier bien que les fuera dejado a los clérigos y mozos de coro. El llamado claustrero, que era el maestro de canto, tenía a su cargo a un pequeño grupo de cantores (capellanes salmistas y mozos de coro), y el sochantre era el director del canto llano. Para complementar las voces corales se hacían acompañar por costosos instrumentistas, llamados ministriles, que solo actuaban en contadas ocasiones. En cuanto a la presencia de los mozos de coro, eran los que daban la nota de color, vestidos con sotanas coloradas de media grana, botones encarnado y enfundados en la blancura de las sobrepellices de lienzo de Holanda. Vestido con sobrepelliz (o si era laico, con manteo, bonete y sotana) el maestro de capilla tenía reservado sitio en el centro del coro y, en los extremos se colocaban los ministriles. Las voces agudas y claras de los mozos de coro, algunos de ellos castrati (mozo de coro capón) ocupaban por razón de estatura el lugar más próximo a los cantorales. Detrás de ellos se situaban los capellanes y el resto de los cantores adultos. Esta es la estampa que ofrecía el coro, el que no era fácil encontrar al completo, a no ser en días de fiesta o a una hora mayor.
En todas las catedrales la obligación de asistir al coro fue un trabajo costoso, pero en los lugares con inviernos fríos, resultó bastante difícil de sobrellevar. Lo que más intranquilizaba a los canónigos fue la facilidad con que en el coro se contraían enfermedades a causa de los azufres puros y sustancias amoniacales empleadas. Los propios canónigos, buscando obtener de Roma licencia para una jubilación temprana, en su intento de dejar de residir cuanto antes llegaron a testificar que muchos de los asistentes encalvecen en brebe y contrahen otras enfermedades aún en los años de la más robusta salud. El frío fue, en efecto, uno de los principales enemigos de la asistencia. Se le combatió con los medios disponibles, aunque fueran tan precarios como braseros, esteras o bolas de azófar puestas a la lumbre antes de acudir al templo. Pero el recurso más empleado contra el frío consistió en reducir el tiempo de estancia en el coro, evitando con cualquier excusa permanecer demasiado tiempo en reposo. En los meses de hielos y nevadas, sobre todo de Noviembre a Enero, al coro iban solo los capellanes. La única salvedad fue un antiguo estatuto, aunque muy poco respetado, que obligaba a acudir al rezo de las horas mayores en seis días de los últimos dos meses del año.
Otra forma de atenuar temporalmente la estancia fue obtener licencias de romería para satisfacer promesas y votos, o simples devociones particulares. Los lugares seleccionados siguieron siendo los antiguos centros de peregrinación de la época medieval: los Santos Lugares, Roma, Apamia (donde se suponía que se encontraban las reliquias del mártir San Antolín), Santiago de Compostela y Santo Toribio de Liébana, entre otros. El itinerario mejor recompensado fue el de los Santos Lugares: el canónigo dispuesto a ir a Jerusalén ganaba gratis su prebenda durante todo un año, aunque resultó difícil hallar voluntarios con los turcos controlando el Mediterráneo desde el siglo XV. Roma, en cambio, aunaba alicientes más variados. Favorecida por los estatutos de todas las catedrales, resultó ser la peregrinación más usada de las que se hacían fuera de la Península.
Otra de la razones para evadir la residencia, además del frío, fue la observancia tan estricta de la liturgia. Como ámbito consagrado, el coro tenía normas que lo aislaban del resto del templo, hasta quedar prohibida la estancia a extraños. El complejo ritual, con infinidad de signos, hicieron que los movimientos en él resultasen más densos. El mismo ingreso al recinto estuvo acompañado de toda una serie de ceremonias. Llegados al estante de los cantorales, lo primero era hacer humillación al altar, y una vez superadas las escalerillas había que quitarse el bonete, bajar la cabeza y hacer la correspondiente inclinación al presidente; lo mismo al salir. Si se trataba de avanzar por la tarima superior para llegar a una de las sillas altas, debía mantenerse la cabeza descubierta, y todos los afectados en este trayecto estaban a su vez obligados a retirar de sus cabezas el bonete. Había que ponerse en pie o de rodillas en el momento oportuno del oficio.
Las sesiones en pie eran prolongadas y las misericordias aliviaban tan solo en parte las molestias. También la iluminación resultaba deficiente en pleno día, y para remediarlo no bastaban las lamparas de los candeleros de hierro, ni los cirios que ocasionalmente ardían en las sillas de los beneficiados.
Como hemos podido ver, la vida diaria en un coro para las personas que estaban obligadas a utilizarlo era muy difícil y penosa en la Edad Media, no como ahora que solamente se suelen sentar en esas mismas sillas los turistas mientras la guía explica, de que madera está construido, de cuantas sillas consta, que figuras se encuentran en los respaldos, que son las misericordias, tornavoces y facistoles. Para mi, no es relativamente interesante como está construido, sino más bien para que servía y como se utilizaba.

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